domingo, 10 de agosto de 2008

Romance del tachero

Había una vez un tachero que era muy distinto a los demás tacheros si es cierto que todos los tacheros tienen posiciones de extrema derecha porque este, nuestro amigo, era un amante de la libertad. Aunque claro, había que hilar muy fino para llegar a ver esta verdad, porque nunca dejaba de despotricar contra colectiveros; mujeres al volante; ancianos en cuatrocientos cinco; pelados paseándo cuál domingo; gordas en ciclomotor; albañiles en bicicleta y con una tabla cruzada sobre el portaequipaje; camioneros de Moyano; otros tacheros que no sabían poner luz de giro; el tarado que se pega al paragolpes; la comida bailarina; la tarada del peaje; el pelotudo de Defensa Civil que te desvía por media cuadra; estos del Polo Obrero porque mejor no van a laburar; viejas pelotudas de Recoleta que cruzan la calle sin mirar, qué se creen que son, Mirtha Legrand.
Pero ojo, si bien opinaba que toda esa gente debía engrosar una lista para ser fusilada, era porque le molestaba que coartaran su libertad. El quería ser el mejor taxista, el más rápido, el más veloz.
Entregar a la parturienta en el Clínicas antes de tener que asistirla sobre el asiento trasero con la cámara de Crónica detrás; dejar en la puerta de la Legislatura al político que debía dar quorum para que suban las tarifas del taxi sin importar que el viaje fuera justo un día que había paro de subtes; llevar a Morales hasta el Juan Domingo Perón y rogarle “pibe, hoy meté un puto gol o nos vamos a la B y te recago yo mismo a trompadas”.
Nuestro tachero, hiciera frio, calor; cayeran pedazos de hielo o un meteorito, estaba montado sobre la esterilla, con una mano en volante y la otra repartiéndose entre la palanca de cambios y los Marlboro, siempre presto por acelerar hacia la libertad.
Por eso, nada odiaba más en el mundo, que un semáforo de la 9 de Julio en particular. Allí, cada vez que le tocaba la luz roja, aparecía delante del auto una malabarista. Avanzaba por la senda peatonal con sus clavas en llamas y se ponía a realizar sus juegos peligrosamente cerca del capot mientras su vestido de bambula se apoyaba en cada movimiento y marcaba acá o allá una porción de su cuerpo. El tachero se ponía nervioso, las manos le sudaban, sus dedos tamborillaban sobre el volante. Y el puteaba por dentro, porque no le gustaba llegar tarde a destino. Y no se trataba de que la malabarista fuera a tardar en despejar el camino una vez que las luces del semáforo se movieran hacia el verde, no. El problema es que la chica volvía al resguardo de la vereda y él se quedaba allí, mirándola embobado, mientrás los coches detrás le tocaban bocina y lo insultaban sin parar.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Aaaahhh, qué lindooooo.

De alguna manera es irónico que lo único que lo apasiona, sea una tara a la hora de amar :)

Besos,

Anónimo dijo...

Está bueno tu cuento y la contradicción que planteas. Nos recuerda por qué amamos a los hombres, a pesar de lo bestias que pueden llegar a ser. Por ejemplo, el taxista es un tarado total -y no porque sea hincha de Racing- pero se redime en el amor.

Anónimo dijo...

He vuelto. Amigo, tanto tiempo sin conectarte por las noches, parece que estás trastocado. Espero que estemos recuperándo al verdadero Cerdo, aquel que mata con sus puños y letras.

Anónimo dijo...

Saludos davicito. Besos y gracias por volver. No conocía este lugar. Me gustó mucho el cuento.

Anónimo dijo...

Tachero y peronista tenía que ser, jajaja.

Anónimo dijo...

Me duele la panza de tanto reir... Pero este no era un cuento para reirse :O